La Segunda Guerra Mundial, la sangrienta contienda que estremeció al planeta, devastó países como Rusia, Alemania, Francia y Japón. Sin embargo, no hace falta irse tan lejos para sentir de cerca el zarpazo de la barbarie bélica. A poco más de veinte kilómetros de Bilbao, muy cerca de Muskiz y en el término municipal de Castro Urdiales, las aguas que circundan los vestigios del cargadero de mineral de Saltacaballo silencian, aún hoy, el lamento de tres marineros, dos alemanes y uno francés, y un amarrador cántabro muertos. Todos ellos perecieron en la escaramuza bélica más grave que tuvo lugar en territorio español durante la conflagración mundial.
Sucedió el 23 de mayo de 1944. El submarino británico 'HMS Sceptre' emergió a la altura de Punta Galea, mientras el buque germano 'Baldur' cargaba sus entrañas con toneladas de valioso mineral de hierro. Dos torpedos bastaron para mandar en pocos minutos a pique a la gigantesca nave, de 368 pies de eslora. Gritos, lágrimas, un entierro multitudinario y después, el sepulcral silencio impuesto por el censor de la dictadura franquista, temerosa de la ira que pudiera despertar el incidente en la opinión pública de la posguerra.
En el 61º aniversario del suceso, EL CORREO saca a la luz nuevos datos sobre un episodio tan desconocido y doloroso como fascinante. Documentos oficiales de la época, a los que ha tenido acceso este diario, revelan que el incidente se zanjó con una disculpa diplomática y una reclamación económica a la corona británica por valor de 123.100 pesetas. Ésta es la historia del 'Baldur' y sus víctimas.
La mañana del 23 de mayo de 1944 amaneció clara, con una visibilidad inusual en el Cantábrico. A sus 79 años, Luciano Prada, vecino de Castro Urdiales, recuerda aquella radiante jornada como si fuera hoy. «Era un día estupendo. La mar estaba en calma total y el pueblo bullía de actividad».
De pronto, sobre las 11.15 horas, un estruendo alteró la tranquilidad de los vecinos de la localidad cántabra y también de los cercanos barrios de Kobaron y Pobeña, en Muskiz. «Pensábamos que era un barreno, pero pronto llegó un barco a puerto con marineros muertos y heridos. Aquello fue un caos», recuerda el hombre, que trabajaba como aprendiz en un astillero local.
Dos torpedos
Las embarcaciones cargadas de tripulantes exhaustos llegaban desde el saliente de Saltacaballo. Allí, el 'Baldur' se retorcía a merced del mar. Una primera explosión había dado de lleno en la línea de flotación de la nave y, mientras los tripulantes y varios amarradores de Castro saltaban precipitadamente al agua para salvar su vida, un nuevo impacto partió en dos mitades el buque. El capitán aguantó hasta el final. Se resistía a perder un carguero que había trasladado en tres viajes anteriores miles de toneladas del preciado mineral a Alemania.
Mientras los marineros del carguero germano luchaban contra la muerte, la siniestra silueta del 'HMS Sceptre' (cetro, en inglés), comandado por el capitán de origen australiano sir Ian Mcintosh, desaparecía en el horizonte, a más de dos millas de distancia.
Lo que desconocían los desdichados tripulantes del gigante germano es que el lobo de acero británico llevaba acechando a su presa desde hacía más de 24 horas. El sumergible aliado les había detectado en las cercanías de la costa francesa y decidió seguir su estela. Mientras el carguero navegaba hacia el litoral cantábrico, McIntosh ordenó a sus hombres armar los torpedos.
Que la nave del Eje no fuera hundida hasta llegar a Saltacaballo no fue casualidad. El australiano hubiera podido dar la orden de fuego a discreción en cualquier momento, pero esperó al momento preciso. Por un lado, el 'Baldur' presentaba un blanco infalible mientras estaba fondeado para llenar sus bodegas y, por otro, y mucho más decisivo, su hundimiento dejaría inutilizable, como así fue, el cargadero.
El éxito del ataque certificó el fin de una importante ruta de abastecimiento para el ejército alemán. Y es que el hierro de los pozos de Dícido, La Arboleda y Kobaron -de excepcional calidad- alimentó los delirios bélicos de Hitler, pero también la resistencia numantina de Churchill. España vendió el metal de sus minas al mejor postor. Apenas 15 días después del hundimiento del 'Baldur' tenía lugar el desembarco de Normandía. Los aliados estrechaban el cerco sobre un Reich herido de muerte.
Entretanto, en Castro Urdiales, se celebraban los funerales por los cuatro fallecidos. Asimismo, otros quince heridos se recuperaban en diversos dispensarios médicos, mientras que el resto de los marineros esperaba su repatriación hospedados en los hostales El Universal y La Marina.
Al sepelio acudió multitud de público y diversas autoridades provinciales. El sacerdote R. P. Pachón, que era profesor de idiomas, hizo de traductor y leyó la homilía también en alemán. En el cementerio de la Ballena, hoy declarado Patrimonio Cultural de Cantabria, los enterradores castreños dieron tierra a los germanos Herbert Kuklaek y Josef Spiller, así como al francés Claude Guillarme, quien murió, al parecer, al tratar de rescatar su maleta.
Sin embargo, el mayor dolor lo provocó la muerte de Roman Gabriel Pérez Quintana, operario local muy querido en el pueblo, quien dejó huérfanos a cinco hijos. En su acta de defunción, que aún hoy se conserva en los archivos municipales de Castro Urdiales, se certifica su fallecimiento a consecuencia de «una hemorragia por diversas heridas y shock traumático». Al parecer, se lanzó desde la cubierta del 'Baldur', adonde había subido para desempeñar su trabajo como amarrador, con tan mala suerte de que no cayó al agua sino que se golpeó en la cabeza con la madera de un bote.
Violación territorial
A consecuencia del ataque, el Gobierno de España formuló una queja formal ante la legación de Gran Bretaña en Madrid. En una misiva a la que ha tenido acceso este diario, firmada el 9 de junio de ese mismo año, el ministro de Marina, Salvador Moreno, se dirige al capitán general de El Ferrol para ordenarle la evaluación de los daños provocados por el ataque.
En la carta, con el sello de 'reservado', el ministro dice textualmente: «La Embajada británica ha dado toda clase de satisfacciones por la violación de nuestras aguas y ofrece además indemnizar debidamente a los heridos y familiares de los fallecidos». En una misiva de respuesta, el capitán marítimo de Santander cifra los daños a reclamar en 123.100 pesetas. Ése fue el precio de la acción armada más grave que tuvo lugar en territorio español en la Segunda Guerra Mundial.
Fuente: elcorreodigital.com