«Esto es una vergüenza». Óscar Rodríguez no daba crédito ayer a lo que veían sus ojos. «Tres veces, tres» se ha inundado su casa en poco más de un mes. Para este vecino de Sámano, una pedanía situada a la entrada de Castro Urdiales, el drama cobraba ayer la forma de la ola que, empujada por excavadoras, pasaba por delante de su casa, en el número 74 de la urbanización 'La Granja', una inmensa piscina a la que se asomaban los vecinos hartos de una situación que se repite «cada vez que caen cuatro gotas, no digamos hoy». «Y eso, con el garaje por debajo de la cota del río, es una maldición», clamaba.
La tragedia de Óscar tenía su correlato en el pueblo, donde algunos barrios vivieron una situación dramática entre las siete y las diez de la mañana. Mientras dotaciones de bomberos del pueblo, de Laredo y hasta de Santander trataban de achicar el agua con una docena de bombas, la riada engullía hectárea tras hectárea. Las asistencias recorrían la población a la carrera; los problemas de acceso y entrada desde la autopista habían devuelto a la calle central su condición de carretera nacional. El transporte interurbano estuvo suspendido hasta prácticamente mediodía, mientras las comunicaciones con Vizcaya se interrumpían a causa del desprendimiento en la cuesta de Petronor.
El atasco era monumental, complicado con arquetas taponadas que se traducían de inmediato en peligrosas balsas. El agua entró en el polideportivo Peru Zaballa, dañando el parqué, al tiempo que se desbordaba el río en Mioño, informaban desde la Policía Municipal. La DYA rescataba a primera hora en el barrio de El Moral a una madre y a su hija, que habían quedado atrapadas en el interior de su vivienda. No serían las únicas. Conforme avanzaba la jornada, intervenciones similares se sucedían desde Sámano a Mioño, desde Otañes hasta El Haya. Manuel Santamaría, jefe de Bomberos, no tenía palabras. «No dejo de rezar. Sólo pido que no caiga ni una gota más», exclamaba sin apartar la vista de la línea de mar donde se esperaba con angustia la pleamar de la tarde. Alguien allá arriba debió de oírle.
Para entonces, sin embargo, el polígono de La Tejera hacía aguas por todas partes. Un vehículo ambulancia del Servicio Cántabro de Salud se quedó atascado cuando trataba de abrirse paso hasta la base, anegada lo mismo que el parque de Bomberos. Allí llegaba minutos después de las diez y media de la mañana el presidente de la comunidad de Cantabria, quien, fiel a su estilo y alertado por las dimensiones de la inundación -el Servicio de Emergencias registró 77 incidencias, 47 de ellas sólo en Castro-, se calzaba las botas katiuskas y entraba en el colegio José Zapatero. «¡Joder, si hay hasta sapos!», exclamaba Miguel Ángel Revilla mientras se abría paso entre los pupitres cubiertos de lodo. El centro había suspendido las clases a primera hora y su aspecto a media mañana era demoledor. Otro tanto ocurría en el centro de Infantil y Primaria Riomar, donde su director, Pedro Sanz, decidía echar la persiana después de que los autobuses escolares que atienden las pedanías no pudiesen llegar y ante la imposibilidad de garantizar las clases y el servicio de comedor.
Chaparrón a Revilla
«Es angustioso», repetía Revilla, mientras el agua se abría paso por calles y patios interiores. Al llegar a Sámano, los residentes en los adosados le imprecaron y criticaron su aparición «cuando ya es demasiado tarde». Óscar era uno de ellos. «¿Cómo es posible que hayamos dado aviso a las 6.30 de la mañana y no sea hasta ahora, a las 10, cuando lleguen los bomberos?». Revilla soportó el chaparrón -el de los afectados- como mejor pudo. Entró a la vivienda de Óscar y vio de primera mano cómo el agua había sumergido el coche en el garaje hasta alcanzar los 1,60 metros. «Voy a tomar cartas en el asunto y a arreglar esto de una vez por todas», respondía a todo el que le entraba, mientras una mujer le acusaba a voz en grito de no aparecer por el pueblo «hasta que ya no hay remedio. Sólo buscas la foto».
Extraído de: elcorreodigital